Decisiones

– ¿Pero aún no habéis tenido suficiente? -preguntó el nuevo.

Tal vez no llevara junto a nosotros más de una semana y ya parecía despreciarnos. O tal vez no, tal vez solo estuviera asustado, como muchos de nosotros. Algunos reflejaron en sus rostros parte de su desprecio. Yo, sin embargo, miré a través de la ventana del barracón. Fuera hacía uno de esos días en los que parece que nada malo pudiera ocurrir. El cristal se había ido oscureciendo con el tiempo, a falta de nadie preocupado en limpiarlo con la asiduidad necesaria. Por alguna razón, aquel pedazo sucio de vidrio me recordaba a las cabezas peladas de mis compatriotas, allí sentados, descuidados en todos los sentidos.

– Yo creo que no tenemos motivos para desconfiar -habló el más anciano de todos, el señor Pollack.

El nuevo rió amargamente para dejar clara su disconformidad.

– Es cierto -confirmó Martin-, nos lo ha confirmado el propio Shlomo.

– Ja, ja, ja, ¿ése? ¡Ése es un maldito traidor! -escupió el nuevo con saña- ¿Acaso no fue él uno de los que os acompañaron con una sonrisa hasta aquí cuando llegasteis? ¡Nos engaña a todos! ¡Está de su parte!

Algunos afirmaron con pesar. Allí nadie podía estar seguro de nada. Lo que parecía bonito un día, al siguiente se tornaba oscuro y ruin. Lo mismo sucedía con las personas, sus sonrisas, sus buenas palabras y sus caricias. A mí me habían robado unas botas nada más llegar. Era un hombre bajito que simuló querer ayudarme. No volví a verlo jamás, y a mis botas tampoco.

– Pero, ¿por qué habrían de mentirnos? -preguntó Isaac.

El nuevo lo fusiló con la mirada.

– Porque estamos desesperados y porque pueden.

Algunos negaron con la cabeza. Pensaban que estaba loco. Nadie sabía de dónde había venido, pero sus marcas hablaban de su historia por sí mismas.

– Pues yo creo que ellos saben muy lo que nos conviene -afirmó con rotundidad Matías-, son los responsables de que todo esto funcione. En el fondo creo que cumplen órdenes, pero no tienen malas intenciones.

– ¿Es que no os bastó con ver morir a vuestros familiares en los vagones de tren? -preguntó esparciendo su saliva a todos los presentes- ¿Es que no os parece suficiente ver cómo nos tratan aquí? ¿Por qué creéis que todos los que estamos aquí somos ancianos o enfermos crónicos? ¿Por qué os han separado de vuestras familias?

– Shlomo dice que es porque quieren ofrecernos una mejor atención -susurró con miedo el bueno de Brenner.

– ¿Qué? -preguntó horrorizado el nuevo- ¿Pero vosotros os habéis visto?

El hombre posó sus ojos con lentitud en cada uno de los allí presentes.

– Estáis sucios, la mayoría tiene yagas y ha perdido parte de sus dientes… ¿Mejores cuidados? ¿Por eso os han dicho que mañana podréis tomar una ducha caliente?

La simple idea de colocarnos debajo de un chorro de agua caliente y embadurnarnos de un suave jabón conseguía trasladarnos a otra realidad mucho más hermosa y amable de lo que era la vida en aquel lugar. Pero aquel hombre parecía tenerlo más claro que ninguno. El resto no sabía bien qué era lo correcto.

– Entonces, según tú, ¿qué deberíamos hacer? -preguntó el señor Pollack.

El nuevo, que a causa de su beligerancia se había puesto en pie, volvió a reposar su cuerpo sobre el camastro. Se le veía abatido.

– La salida no será fácil… pero no creo que debamos dejarnos matar tan fácilmente.

– ¿Matar? -pregunté alarmado.

El hombre se fijó por primera vez en mi presencia. Su mirada denotaba una mezcla de tristeza y resignación.

– Eso es lo que van a hacer con nosotros, muchacho… -me dijo.

– ¡Venga ya! -gritó Martin enfurecido- ¡Sólo buscas asustarnos! ¡Déjate ya de bobadas! ¡Mañana iremos todos juntos a tomar una buena ducha y no se hable más!

El nuevo parecía haberse ido desinflando poco a poco.

– Puede que tengáis razón, pero es que… no se…

El hombre miró hacia la ventana y todas nuestras miradas le siguieron. Allí fuera seguía habiendo movimiento. Busqué indicios de muerte en los soldados, pero todos parecían tranquilos. El nuevo edificio había sido levantado con mucho mimo. No parecía una cámara mortuoria, sino más bien los vestuarios de cualquier espacio deportivo.

– ¿Para qué pensáis que son todos esos tubos que salen del techo? -preguntó uno de los presentes.

– Pues supongo que serán para que salga el vapor de agua -aclaró convincente Martin, que aún parecía enfadado.

Todos buscábamos señales, indicios de que lo que nos decía aquel hombre al que apenas conocíamos era falso. Queríamos creerlo así, pero nos hacía dudar, al menos a alguno.

– Son claramente unas duchas -afirmó Brenner, y la mayoría de los presentes secundó sus palabras con la cabeza-, y mañana nos despojaremos de toda esta roña.

La mayoría sonrió. La imaginación es casi más poderosa que la propia realidad en momentos difíciles en los que se te ha privado de casi todo. Estoy convencido que muchos se sintieron agradecidos por el simple hecho de haber podido disfrutar de un día soñando con una ducha. Casi había dejado de importar lo que sucediera después. Ya sólo valía la imagen del deseo, el anhelo de los sentidos abandonados al placer del contacto con un elemento natural. La higiene como símbolo máximo de la dignidad. Había que ir a la ducha no sólo por la limpieza y la depuración, sino como reivindicación de las personas que éramos.

– Nos lo merecemos -dijo Brenner en voz baja, aunque sus palabras iban dirigidas no sin cierto odio al nuevo.

Aquel hombre representaba sin quererlo la imagen de todos aquellos que habían participado de alguna manera en despojarnos de todo lo que teníamos. Era el culpable de que estuviéramos allí, vacíos, sin nada.

– ¡Es sólo una puñetera ducha! -alzó la voz Calev, que hasta ese momento se había mantenido en silencio- ¡Ni tú ni nadie nos va a arrebatar eso! ¡Al menos eso!

El nuevo no volvió a pronunciar una sola palabra, y el resto nos contuvimos también.

A la mañana siguiente, todos y cada uno de nosotros, incluido el nuevo, fuimos conducidos a nuestras duchas. Yo me vestí como el resto, en el interior del barracón. Supuse que nos darían jabón y toalla en las duchas, así que no llevé nada más. Hicimos una fila, tal y como nos ordenaron. Pero alguien me detuvo antes de salir. Se trataba de un hombre robusto y con la nariz algo chata. No lo había visto antes. Ni siquiera había sido seleccionado. Pero de un empujón me devolvió al interior.

– ¡Tú te quedas! -dijo.

Al parecer había escuchado rumores sobre una ducha y me había elegido a mí, al más joven y débil de todos, para suplantarme. Así que no tuve más remedio que regresar a mi camastro, entre abatido e indignado, pero sin fuerzas para contrarrestar. Los vi entrar uno a uno. La rabia empañaba mis ojos y las lágrimas me resbalaban por las mejillas. Deseaba ir con ellos. No porque no tuviera miedo de lo que había dicho el nuevo, sino más bien porque no quería quedarme allí solo. Enseguida el vapor comenzó a emerger de aquellos extraños tubos de ventilación. Cerré los ojos y me imaginé junto a ellos, disfrutando de un agradable baño. Y, por un momento, la promesa de una vida mejor se hizo realidad en el interior de mi mente.

Jamás volví a verlos. Tan sólo años después, muy lejos de allí, Shlomo, el traidor, me lo contó todo.

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