– Antes, la inmortalidad era mucho más fácil de alcanzar -le comentaba el abuelo al nieto mientras éste le observaba atónito-, tallabas tu nombre en un árbol y santaspascuas.
El pequeño Manuel, que tan sólo contaba con ocho años no alcanzaba a vislumbrar el sentido de las palabras de su adorado abuelo. Entendía lo que significaba inmortalidad, pero no comprendía la relación entre vivir eternamente y tatuar tu nombre en la corteza de un árbol.
– O tan simple como coger un clavo y arañar una y otra vez la dura piedra de la iglesia hasta que tus iniciales quedaran lo suficientemente profundas como para que todo el mundo las pudiera ver. A mí me gustaba además poner la fecha, y así, cuando pasaran los años, podría recordar aquel día y decirle a todo el mundo que allí estuve yo, ese mismo año.
El crío seguía sin comprender nada. Su padre le había regañado en multitud de ocasiones por intentan escribir en las paredes. Y como se le ocurriera hacerlo en las de una iglesia… ¡uf! La bronca estaba asegurada. Y eso que su padre decía no creer en ninguna de esas tonterías que soltara por su boca cualquier hombre con sotana. Se refería a los curas, por supuesto, eso lo entendía Manuel a la perfección. Pero a su abuelo no termina de captarle.
– Vamos, que lo que digo no es nada nuevo, los mismísimos hombres de Cromagnon ya lo hicieron en las paredes de las cuevas, y aún hoy sus obras perduran. Eso es la inmortalidad, hijo, y no de lo que habla de la tele. Eso de vivir 150 años, ni hablar. Yo no me aguantaría tantos años ni de broma.
Ahora sí que se había perdido del todo. ¿Que su abuelo no quería vivir 150 años? ¿Cómo era eso posible? Todo el mundo quería vivir el mayor número de años. ¿Y por qué él no? ¿Acaso no le gustaba su familia y quería dejarles cuanto antes? Manuel se puso muy triste, pero su abuelo estaba obcecado con no sé qué programa de ciencia de la televisión.
– No, no, no. Eso sí que no. Nos han amargado la juventud obligándonos a trabajar sin descanso, ¿y ahora quieren que vivamos más años? ¿Para qué? Para tenernos más años exclavizados, ¿verdad?
Por fin el abuelo se percató de que su nieto había bajado la cabeza y había dejado de escucharle. Posó su mano arrugada y temblorosa de hombre de setenta años en la cabeza del chico y le dedicó al nieto la mejor de sus caricias. El niño le miró casi con lágrimas en los ojos y en seguida le abrazó, temiendo que su abuelo se fuera a desvanecer de un momento a otro.
– Tu no entiendes nada de lo que te digo, ¿verdad hijo? Claro que no, ni tienes que entender nada. Aún eres muy joven y te queda mucho por vivir y aprender. Pero es que los jóvenes ahora lo tenéis mucho más difícil. ¿Cómo vais a perdurar en el mundo? ¿Cómo lo haréis? ¿Con una de esas páginas de Internet? ¿Firmando en las paredes? Si ni siquiera eso os lo permiten. En dos semanas lo borran y vuestra alma se escabulle licuada sobre el pavimento de camino hacia las alcantarillas. Tan sólo las ratas sabrán de vuestra presencia en el mundo… -el abuelo se detuvo resignado. Estaba muy preocupado por el futuro de su nieto, eso era evidente, pero su conversación había llegado demasiado lejos-. Anda, vámonos al parque, ¿vale?
Manuel sonrió y afirmó rotundamente con la cabeza. Le encantaba ir al parque con su abuelo, aunque no jugara con éste. Pero podía verle a través de los columpios sentado apaciblemente sobre un banco en el que otros abuelos habían tallado ya sus nombres.
Al llegar al parque vio a Lucía, una niña de unos ocho años con la que solía jugar. Era una chica morena, que vestía una continua sonrisa en la cara y que siempre estaba dispuesta a correr mil aventuras con Manuel. Al niño le gustaba estar con ella. No sabía aún qué significaba aquello, pero le encantaba verla en el parque. Ella corrió al verle y casi sin saludarle le cogió bruscamente del brazo y tiró hacia ella llevándole a algún columpio con el que ya habrían jugado cientos de veces. Pero justo en el momento en el que Lucía rozó con su mano el brazo del chico, éste pudo ver cómo su propia imagen se reflejaba en los ojos de Lucía. Fue tan sólo un débil destello, un segundo de opacidad que quedó grabado en su retina. Entonces pensó que quizás esa imagen se habría grabado también en la retina de la niña y que, con un poco de suerte, perduraría en su memoria para siempre. Manuel supo en ese preciso instante que acababa de encontrar la manera de ser inmortal que tanto le preocupaba a su abuelo.