Los monstruos se gestan en la infancia,
en la noche.
Los héroes…
estos lo hacen en la vida adulta,
a la luz del día,
y no son otra cosa que la sombra del monstruo.
Adolf se ha despertado a media noche. La quietud del tiempo que lo rodea parece haber formado una espesa costra bajo sus párpados que le impide mantenerlos cerrados. O puede que el olor agrio y denso del sótano haya estimulado sus sentidos hasta despertarlo.
Abandona la cama con miedo, con el cansancio que da el madurar. Desciende descalzo las escaleras que dan al sótano. Prefiere sentir el incómodo suelo bajo sus pies y así no deberle nada al mundo. Ha aprendido solo a superar el dolor. Casi podría decirse que detesta la queja.
El olor proviene de una antigua cuna. Su madre la abandonó allí cuando la benjamina de la familia alcanzó los dos años. Todos los hermanos se enfrentaron a la soledad fría de la noche por primera vez en aquella cuna. Casi puede escuchar la ansiada nana de boca de su madre, ese remanso de paz convertido en recuerdo atravesando el tiempo.
Se acerca, despacio, con cuidado y también mucho miedo para no despertar al padre. Algo late en el interior de la cuna. Algo aparentemente vivo. Desconoce su origen, el motivo por el que esa amalgama de tejido viscoso se ha adueñado de la que antaño fue su cuna. Tiene una forma indefinida y el tamaño aproximado de un melón. Adolf, a pesar de su corta edad, intuye que la cosa aún tiene mucho que crecer. De hecho podrá ser testigo cada noche de su crecimiento.
Cuando todos duermen, cuando la furia del mar se ha apaciguado, regresa al sótano y vigila el descanso de la cosa que late y crece en el fondo de su primer lecho. Algunos días crece más y el pequeño se pregunta de qué se alimenta. Le atormenta la respuesta. En el fondo no quiere saberlo.
Los días en los que su padre lo encierra en el armario crece un poco menos, pero aquellos en los que sus pies lloran a causa de los continuos varazos… ésos… ésos son en los que la cosa parece agrandarse sin control.
Quizás su recién estrenada ingenuidad no le permita comprender que eso que se gesta en el sótano se alimenta de su propio dolor. Y aún menos puede adivinar que aumentará su tamaño mucho más de lo que él quisiera, gracias a las continuas humillaciones físicas y psíquicas del padre, hasta al fin convertirlo en un monstruo.
Un día, cuando el niño se convierta en adulto, bajará al sótano, esta vez acompañado; de una mujer que encarna el mito mismo de la madre, sin serlo. Ambas han alimentado siempre su sensación de grandeza. Quizás no sea exactamente el mismo sótano y puede que ya no encuentre en él una cuna. Eva, será el nombre de la mujer, como si su nombre fuera el paradigma del principio y el final de la vida del gran hombre en el que se ha convertido. El padre multiplicado infinitas veces por sí mismo. El monstruo escondido en el sótano, este sótano, cualquier agujero oscuro donde esconder por un tiempo lo que ya no sirve o aquello que no queremos que otros vean.
La mujer observa por primera vez al monstruo que tantas veces había intuido en los ojos de su compañero. Nunca lo imaginó tan tremendo, tan terrible, tan atormentado… y sin embargo, siente piedad por él.
El mismo monstruo que, antes de llegar al sótano en el que ahora la pareja se refugia, humilló la esencia misma del ser humano en campos de concentración a lo largo de todo el país e invadió tierras sembrando el horror a su paso. El mismo horror alimentado por el regusto áspero del maltrato sufrido en la tierna infancia del pequeño Adolf, el lobo noble.
En definitiva, la locura despojada de sedimentos lodosos con garras de fuego.
La misma quimera que ahora abre sus frondosas fauces en pos de la mayor de sus capturas, antes incluso de que Adolf y Eva se dediquen una última mirada. El gesto eterno de reconocimiento, como quien se mira en un espejo.
Después, al cerrarse la mandíbula, el cristal se rompe, y con él… desaparece el monstruo, la locura… y la guerra al fin.