Me siento a leer. Hace mucho que no decido hacerlo un domingo por la mañana, dejando de lado las tareas del hogar y la familia. Simplemente sentarse en el sofá y abandonarse a la lectura. Y, al sentarme, cruzo las piernas. La derecha sobre la izquierda. Y cuando he leído un par de páginas empieza a dolerme la cadera. Es un dolor ligero, pero persistente. Lleva almacenado en mi memoria mucho tiempo, somos viejos amigos. El médico dice que se trata de una dolencia menor que consiste en la inflamación del músculo que rodea al hueso en esa zona. Se puede curar con algún ejercicio, que aún no conozco. No tengo tiempo para pedir cita.
Sigo leyendo, trato de cambiar de postura. Pero es inútil, al cabo de un rato vuelvo a las andadas. Lo sé porque el dolor regresa y me desconcentro. Es una costumbre. La de cruzar así las piernas. Una costumbre que se instaló en mi personalidad de niño. De repente, el recuerdo de mi tío Grabi (así lo llamaban) llega a mí a través del tiempo. Es como un recuerdo fosilizado. Posiblemente lo único que me queda de él hoy. Murió cuando yo era muy pequeño. Estábamos en un bar, cerca de casa. Yo estaba sentado en un taburete, con las piernas cruzadas. Me miró y sonrió. Comentó orgulloso a mis padres que tenía un sobrino muy chulo, que aquella forma de cruzar las piernas era de hombre. De hombre, que no de adulto. Aquello me gustó. Me sentí bien, y su manera de valorarme hizo crecer mi cariño hacia él. Y, por supuesto, reforzó mi gesto, mi manera de cruzar las piernas, que se ha mantenido intacto hasta el día de hoy. Hay quienes heredan riquezas o casas. Yo heredé de mi tío este insistente dolor de cadera, como si aún hoy, pudiera decirme lo chulo que soy por sentarme así, como si aún pudiera escucharle a través de este malestar. Sus palabras son una daga que se esgrime y desgarra el tiempo hasta acabar hundiéndose aquí, en este punto entre la cintura y el muslo que me aleja este domingo de la lectura.