Mi abuela decía que si el ser humano estaba formado en un 65 % de agua, jamás había existido en la historia del universo un continente de agua más orgulloso que en el caso de las personas. «Con ese desparpajo con el que todo lo mira y todo lo quiere», decía, como si ella misma no formara parte de esa especie. «¡Es asqueroso!», gruñía.
«Pero el agua del que yo estoy hecha debe de proceder de un charco…», aseguraba más en serio que en broma. «Mi vida es estar siempre por el suelo», comentaba en un sentido metafórico, pero que yo siempre supuse real, puesto que se dedicaba a limpiar el suelo de La Central de Callao y se pasaba el día arrodillada bayeta en mano. Sin embargo, cuando la veías como arrastrarse por la casa comprendías que no lo decía por decir. Siempre se encontraba cansada, abatida.
«Y además, siempre termino por comerme la mierda de otros». Cuando decía esto yo me podía imaginar uno de esos charcos apestosos, tan oscuros que parecen plomo, llenos de colillas y restos de envoltorios.
Pero otras veces, cuando pensaba en ello, no entendía por qué le molestaba tanto estar hecha de charcos. Me parecía un bello mensaje. Era como estar formado por el alma de una nube que un día surcó los cielos. Una nube formada por millones de partículas de agua, procedentes de los rincones más insospechados del mundo: el océano, un río cristalino, una laguna de montaña, una pecera, el sudor de un buen amigo, una bayeta húmeda, una cerveza, una lavadora con pérdidas, orina de vaca… cualquier parte.
Terminé por creerla el día que desapareció. Nada quedó de ella… nada, excepto un amasijo de ropas arrebujadas en la cama, y un diminuto y sucio charco en el suelo de la habitación que mamá recogió con una bayeta seca. Yo, desde aquel día, la imaginé en una nube, surcando el cielo, para después formar parte de todos y cada uno de los charcos en los que mis botas se metieran.
Carlos Candel 