
Hasta entonces nunca habría pensado que un libro pudiera ser sinónimo de peligro. Un peligro literal y despiadado. Por eso, cuando encontré aquel ejemplar de La guerra de los mundos bajo mi camastro, me invadió una sensación de pánico desconocida. Seguramente lo habría dejado allí el anterior. Tal vez lo hubiera protegido con su propia vida. Y tal vez fuera entonces, aquella mañana de 1944, cuando aquel descubrimiento provocara mi actual amor por la literatura. Jamás un conjunto de páginas había despertado tanto interés en mí. Siempre había usado los títulos para diferentes usos, normalmente poco literarios. Como decoración, para aplastar las flores secas que le regalaba a mi exuberante prima Ruperta en primavera, para calzar la mesa del salón, como alzador cuando no llegaba a algunos lugares de la casa…
Devoraba aquellas páginas con la misma ansiedad que me comía la mantequilla en casa de mis padres, a escondidas, con miedo a que me descubrieran. Sólo que en el campo, la tenencia de un libro, era una muerte asegurada. Desde que los nazis alardeasen de su poder destructivo haciendo una enorme pira con libros, como metáfora del alumbramiento de una nueva era, había determinados autores que habían sido prohibidos. Y aquél era uno de ellos, sin duda.
Pero cuando lo has perdido todo, unas pocas páginas pueden ser tu único contacto con la libertad. Lo leía como podía a lo largo del día e intentaba memorizar cada palabra, para después, contárselo a mis compañeros por la noche, justo antes de dormir.
Aquel libro se convirtió en nuestro único ejemplar de una biblioteca muy especial, la de los perdedores, la de los humillados, la de las víctimas. Un libro que fue nuestra salvación, nuestra hoja de ruta para sobrevivir a una invasión que nos cambió para siempre.