La marioneta estaba en perfecto estado. Sí, se percibía a simple vista que no era nueva, que le habían dado bastante uso y, quizás, no muy buena vida. Pero aquellas marcas también formaban parte de su encanto. Hablaban de su historia, de los escenarios a los que se había subido, de las numerosas manos que le habían dado vida. Aunque, en los últimos tiempos, tan sólo había tenido un dueño. Y daba la impresión de que había tenido que repetir una y otra vez el mismo número. Quizás se había tratado de un magnífico éxito. De ahí que la marioneta tuviera aquel gesto permanente en el brazo, como si saludara a media altura con él. Paolo, el reparador de muñecos, sabía de sobra que no era un gesto natural, que aquel maravilloso objeto no había sido fabricado para que tuviera el brazo en alto. La razón por la que no descendía de forma natural hasta la altura de las caderas, tal y como sucediera con el otro brazo, era simple. Aquel gesto se había repetido en tantas ocasiones en los últimos tiempos que los mecanismos se habían viciado. Tal vez hubieran cogido algo de holgura, o se hubiera oxidado alguno de los hierros del armazón, pero el caso era que el muñeco parecía haber sido condenado a un eterno deja vù, como si estuviera en una función eterna. Paolo se veía a sí mismo como a un médico, capaz de curar los más extraños males de sus queridos e impasibles pacientes, las marionetas. Por ese motivo, le gustaba buscarle nombre a las afecciones con las que se iba topando. No era la primera vez que veía un caso como aquel. De hecho, ya tenía catalogada la afección en cuestión. El síndrome del “hilo tenso”. Y también había formulado una definición específica para dicho mal: “El síndrome del hilo tenso hace referencia a los hilos que sujetan las extremidades de las marionetas, y se produce precisamente por un tensado continuado y repetitivo de uno de los hilos. Este síndrome podría derivar en la repetición del gesto que se trataba de producir una y otra vez, incluso cuando no es requerido. En casos graves la marioneta puede llegar a sufrir un movimiento gestual crónico e indefinido, salvo en caso de recibir el tratamiento adecuado, que no suele suponer mucho más que un engrasado y cesado temporal de la tensión del hilo que lo ha producido”.
Paolo abandonó la marioneta en el estante de los muñecos a reparar y le dedicó una última mirada cariñosa. El muñeco le devolvió el saludo con el brazo malo. “Las personas no somos muy diferentes a estos muñecos”, pensó Paolo. Parecía hablarle a las marionetas, pero también se dirigía a sí mismo, una conversación reflexiva que podría repetir a cualquier amigo en una cantina. “Todos tenemos hilos que nos mueven…”. Hablaba al tiempo que iba barriendo el taller, despacio, casi de forma automática. Entonces se detuvo y tiró de memoria. Por un segundo estuvo en otro lugar y otro tiempo. Aquella pequeña casa a las afueras, cuando sus piernas aún no llegaban al suelo al sentarse en el taburete que papá le había hecho con sus propias manos. Se habían quedado solos muy pronto. Quizás por ese motivo su padre estuviera siempre de tan mal humor…
Prosiguió con la tarea y comenzó a colocar las herramientas. El martillo le recordó las manos de su padre. Eran duras, angulosas, repletas de nudos y de rabia. Unas manos que sólo eran capaces de tirar de un hilo, el del odio. El padre se levantaba cada mañana. Aún de noche. Salía temprano a trabajar y no regresaba hasta bien entrada la tarde. Momento en el que solía encender el fuego y preparar algo en el puchero. Comían algo juntos, en silencio, y después volcaba la botella de vino en la vieja jarra de arcilla. Y así, pasaba el resto de la tarde, bebiendo vino, hasta que se quedaba dormido. Paolo jugaba con algún insecto despistado o cualquier trasto viejo y, cuando su padre se dormía, le echaba una manta para que no cogiera frío. En ocasiones, se despertaba de mal humor y tiraba de nuevo del hilo. El padre había aprendido a manejar muy pocos hilos. Apenas era capaz de dirigir a Paolo. Y Paolo comenzaba a sufrir el síndrome del “hilo tenso”. En la escuela sólo mostraba odio hacia sus compañeros. Por eso lo expulsaron tan pronto, además de por su pobreza.
El hombre terminó de colocar las tijeras en un bote y apagó la luz del taller. Durante la guerra hubo muchos momentos de oscuridad. Y también de soledad. Pero el síndrome del “hilo tenso” ayudó a no desentonar entre tanta locura. El odio es útil entre asesinos, porque matar es levantar el hilo del odio hasta el límite más absurdo. El padre de Paolo había muerto años atrás, así que ya nadie tiraba de sus hilos, pero el gesto de odiar se había quedado ya perpetuo en su interior. Por eso, cuando acabó la guerra, se sintió tan perdido. Cuando odias de forma permanente y ya no tienes con quién volcarlo, puede que seas incapaz de destensar el hilo y lo pagues, igual que hizo su padre, con el menos indicado. De ahí que jamás quisiera tener hijos.
Recogió el abrigo del perchero y se lo colocó, no sin antes rodearse el cuello con aquella enorme bufanda de lana. Rebuscó las llaves del taller en el bolsillo del abrigo y escuchó el tintineo de éstas, tratando de abrirse paso. En la cárcel también podía escucharse aquel tintineo, por la noche, cuando los funcionarios se aproximaban a las puertas de las celdas y los encerraban para que no pudieran hacer daño a nadie, ni siquiera a ellos mismos. El odio le había llevado hasta allí, como era de suponer, pero tampoco aquellas cuatro paredes consiguieron destensar su hilo. Al contrario, cada vez lo sentía más tirante, como un resorte siempre a punto de saltar. Se pensaba libre, dueño de sus propios hilos, pero nada más alejado de la realidad. Seguían tirando de sus hilos, los funcionarios, el director, los compañeros de prisión… y él también lo hacía con los demás. Pero rara vez tiraban de otro que no fuera el del odio.
Giró la llave y observó las marionetas desde el otro lado, a través del cristal de la puerta. Esperaban para ser reparadas, al fin. Muchas de ellas se habían pasado media vida en una caja, acumulando polvo, olvidadas. Pero ahora había llegado su momento, habían salido de nuevo al mundo para alegrar las vidas de otros. Algo muy parecido le sucedió a él al salir de la cárcel. Al principio fue duro vivir con el hilo del odio tan tenso que lo mantenía siempre en una constante presión entre el odio y la vida. Pero entonces encontró aquel taller en el que trabajaban la madera. No sólo fue el hecho de sentirse útil, de ganar dinero, de dedicar su vida a algo. Fue que aquellos dos hermanos, Fermín y Julián, fueran capaces de tensar otros hilos, con delicadeza, con sumo cuidado. El de la confianza primero, el del cariño más tarde, el de la comprensión, el del asombro, el de la empatía, el de la compasión… En realidad, podría decirse que fueron sus verdaderos médicos, los que consiguieron curar su síndrome. Ahora, al mirar todas aquellas caras de madera pintada comprendía por qué había elegido su profesión treinta años atrás. Ahora podía ser dueño de sus propios hilos, y sólo deseaba que otros también lo fueran, aunque fuera a través de aquellas maravillosas marionetas. Repararlas era, de alguna manera, restituir el mal que había hecho tiempo atrás.