El año pasado me comí las últimas uvas con mi padre en el hospital de Toledo (2013). Concretamente, en una planta en la que todos los días moría al menos una persona, y no precisamente en la intimidad. Habitaciones en las que eran atendidos tres enfermos y que, además, alojaban a sus respectivos familiares. La mayor parte fallecía en compañía de desconocidos o era testigo, como si se mirara en un espejo, de su propio final en los lamentos de personas ajenas a su familia.
Es curioso que lo único que ayudaba a evadirte de aquel ambiente tan indigno y deshumanizado fuese la televisión. Una pantalla como único elemento decorativo en la pared funcionaba a todas horas, aunque casi nadie le prestaba atención. Pero su presencia era suficiente para acercarte, como un clavo ardiendo, al mundo de los vivos.
Recuerdo que el día de Año Nuevo me crucé por la escalera con Pepe Rodríguez, el famoso cocinero dueño del restaurante El Bohío. La noche anterior, mi familia y yo, habíamos disfrutado de una cena en platos de plástico mientras él daba las campanadas en el televisor. Él, un famoso conocido; yo, un total desconocido; ambos, unidos por la televisión. Aquel encuentro fortuito me provocó una sensación de esperanza, como si se tratase de un buen presagio. Aunque bien pensado, tal vez él también tenía un familiar enfermo en aquel hospital, y tal vez hubiera preferido haberse cambiado por mí para comerse las uvas con su ser querido. Quizás la televisión le obligara a no hacerlo, quizás quisiera alejarlo de la cruel realidad.
Un año después, regresa la Navidad. La Navidad de las celebraciones en familia, de las grandes comilonas, de los regalos, de los buenos deseos y de todo aquello que ya sabemos porque se repite año tras año. Aunque este año, al menos para mí, habrá sin duda un elemento que marque la diferencia respecto a anteriores.
Cada vez me sorprende más la relación existente entre la Navidad, el consumismo y la televisión. Una especie de círculo vicioso que nos mantiene atrapados en estas fechas, independientemente del lugar que ocupemos en el mundo o las circunstancias que nos visiten este año. Todo parece igual, una fotocopia perfecta. Quizás se deba precisamente a que su objetivo es hacernos creer que el tiempo no pasa, que el mundo es estático, que todo permanece, incluidos nosotros.
Cuatro millones y medio de parados. Nada es igual al final de este 2014, por mucho que la televisión nos invite a creerlo. El paro llega, igual que lo hace la muerte. El paro llega y cuando lo hace, rompe el círculo, o al menos, en parte. Porque el día que sabes que vas a morir, intentas apurar hasta el último sorbo, aprovechar lo que ya sabes que no vas a poder tener. Y con el paro sucede lo mismo, apuras hasta el último céntimo y no lo malgastas en cosas inútiles. De manera que se rompe la cadena y dejamos de ser ese tipo de seres creados para consumir.
Sin embargo, hay un tipo de consumo que no nos pueden quitar: el de las imágenes, historias, deseos. Y en eso, la televisión cumple con una función esencial. Podremos dejar de salir a comprar, pero nunca de ver la televisión.
Hace once años entré a trabajar como educador social en una asociación en Villaverde Alto. Un trabajo que he disfrutado cada día y que me ha enseñado un buen puñado de cosas, de las que hoy me siento muy orgulloso. Mi primer día, en la media hora de descanso, me llevaron a un bar cercano, a desayunar. Se trataba de un local clásico, de barrio, con mesas antiguas y suelo de terrazo. Su camarero, Hernán, un colombiano recién llegado, nos atendía cada día con un tono amigable y correcto, lo que nos animaba a seguir frecuentando cada mañana aquel bar.
Hoy, once años después, la asociación en la que he trabajado todo este tiempo, está de cierre. Los múltiples ajustes y recortes en lo social, sumados a diversas circunstancias económicas, han podido con una entidad con cuarenta años de antigüedad. Nada permanece, aunque la Navidad parezca haberse sometido a múltiples operaciones estéticas. A lo largo de estos años he cambiado varias veces de local de trabajo, por lo que hace ya tiempo que no paro a desayunar donde Hernán. Pero justo a primeros de este año nos mudamos al local donde yo empecé. El local se ha reformado, el equipo ya no es el mismo, ni yo tampoco.
Sin embargo, el bar de Hernán, La Muralla, sigue exactamente igual que once años atrás. Bueno, no exactamente. Ahora él es el dueño. Aquel primer año recuerdo haber comprado un décimo en su bar entre todos los compañeros, pero este año no. Entre otras cosas porque el número que Hernán vendía estaba agotado casi desde el primer día que lo expuso detrás del mostrador. Este año, su bar, el mismo de siempre, ha cambiado de camarero en el período navideño. Este año, el camarero se llamará Antonio y hará felices a muchas personas en un barrio que, a pesar de habérmelo pateado durante once años, apenas conozco. Un barrio obrero, transformado con nieve artificial y edificios coloreados por ordenador. Un barrio con una de las tasas más altas de desempleo en toda la Comunidad de Madrid donde se podrá volver a consumir libremente y sin tapujos.
Ése es el barrio que muestra el anuncio de la Lotería de Navidad de este año. El anuncio en el que aparece el bar de Hernán. El bar en el que mis compañeros y yo desayunábamos todos los días.
Nada ha cambiado. Y, sin embargo, decenas de familias se quedarán sin un recurso más, un barrio sin su asociación y yo, sin mi puesto de trabajo. Pero la televisión volverá a ofrecernos las mismas imágenes navideñas de siempre, para hacernos pensar, una vez más, que nuestras vidas tienen algo más de sentido.