La operación era sencilla. Lo habíamos hecho cientos de veces y rara vez fracasábamos. Cholo y yo esperábamos en la parada del autobús. Los dos buenecitos, sentados lo más lejos que podíamos el uno del otro, callados, como si no nos conociéramos de nada. No era necesario estar muy alerta. Ese olor un poco añejo y dulzón nos daba la señal. Delante de él solía habitar una de esas viejitas embadurnadas en perfume barato para ocultar su caducidad, llenas de varices y prejuicios. No más que nosotros, que ni siquiera fumábamos para no ahuyentarlas.
A fuerza de repetir, habíamos conseguido perfeccionar nuestra intuición para seleccionar a las víctimas. Preferíamos a las ancianas por su evidente falta de reflejos y porque solían elegir los asientos delanteros para estar más cerca de la salida.
Al llegar el autobús le cedíamos el paso antes de subir y luego todo era muy rápido…
La anciana se sentó a mi lado, invadiendo de golpe mis pensamientos. No me gusta viajar en autobús, me marea. Pero aquella tarde el tren se había averiado y había decidido cambiar mi itinerario habitual.
Un chico entró tras ella. Me llamó la atención que no pagara el billete. Tenía otras intenciones. Con un ágil movimiento echó mano al bolso de la anciana y tiró de él con fuerza, pero una de las asas había quedado prendida en el reposabrazos del asiento, por lo que el bolso no llegó a desprenderse del regazo de la mujer. No me dio tiempo a reaccionar. La anciana soltó un gritito que alertó al conductor del autobús y el chico trató de escapar. En la puerta le esperaba su compinche, que no había llegado a subir la escalera. Pero el conductor cerró la puerta antes de que se diera a la fuga. Todo fue tan rápido que ni siquiera me dio tiempo a ponerme nervioso.
El chico trató en vano de escapar e introdujo las manos en el hueco de la puerta para evitar que ésta se cerrara. Mala decisión. Éstas quedaron atrapadas y la puerta no se abrió. El conductor puso el autobús en marcha y el compinche quedó afuera con cara de bobo, mientras su compañero intentaba sin éxito liberar las manos.
-¡Abre la puta puerta! – le gritaba el ladrón al conductor.
Pero éste le contestó duramente, sin palabras. Extrajo un enorme palo que debía esconder bajo el asiento y comenzó a asestarle golpes por todo el cuerpo.
Todo había sucedido en unos segundos. Yo no había tenido tiempo de reaccionar. Pero ahora la escena me estaba provocando una taquicardia. La situación me asustaba, pero no era capaz de discernir con claridad por qué.
El ladrón había dejado de amenazar, tan sólo gemía de dolor. Probablemente se le hubiesen quebrado ya algunos huesos del brazo. Me sentía impotente, frustrado, temeroso. Quería que aquella situación se detuviese en seguida.
El autobús seguía avanzando inquebrantable…
Menudo jaleo se ha formado en la cabina del conductor. Desde mi asiento he sido testigo de todo. Del infame intento de robo, del susto de la pobre señora y del heroico acto del conductor. A ese hombre deberían ponerle un monumento. ¡Qué valentía! ¡Qué reflejos! ¡Qué arrojo! Yo hubiera hecho lo mismo de haber podido.
Y, sin embargo, como bien dice la Ley de Murphy, siempre hay un gilipollas que viene y lo jode todo. No termino de entenderlo. Aquel imbécil, el que estaba sentado al lado de la pobre anciana, él, que había sido testigo principal del intento de robo, que debería ser el primero en comprender lo justo de los actos del conductor, se puso de parte del puñetero ladrón. Ése que no se merecía menos que un par de hostias bien dadas. Seguro que así no se le vuelve a ocurrir volver hacerlo.
Le aseguro, señor agente, que no fui el único que se sintió indignado con la actitud de ese mamarracho defensor de pleitos pobres. Hubo otros que también le increparon. ¿A dónde vamos a llegar si ni siquiera podemos defendernos de unos putos carteristas? Le aseguro que la mayor parte del autobús incluso le insultó. Y se lo tiene bien merecido. No se puede ir por ahí defendiendo a delincuentes violentos. Menos mal que está usted aquí para arreglar todo este lío, ¿verdad, agente?
Nos había llegado un aviso de robo con violencia. Yo mismo me personé en la parada a esperar a que llegara el autobús. Pasé por alto, por no liarla más, que fuera el propio conductor el que, conduciendo, hiciera la llamada.
Mi sorpresa fue mayúscula al ver que el ladrón había quedado atrapado por las propias puertas y que eso hubiera sido el factor decisivo para que el conductor pudiera entregarnos al supuesto carterista.
Pero el autobús no iba vacío, sino que transportaba a un buen número de pasajeros que, tras su jornada laboral, se dirigían a casa. Y mi sorpresa fue aún mucho mayor cuando vi que dos de ellos ayudaban de mala gana a bajar las escaleras a un tercero que había sido seriamente golpeado. La sangre le recorría la cara y se ahogaba en su camisa. Parecía mareado y desorientado. Apenas se tenía en pie.
Interrogué a varios pasajeros con ánimo de esclarecer los hechos. Varios me confirmaron que él no había tenido nada que ver con el robo, pero que había sido golpeado por otros viajeros.
Todo era un poco sórdido, casi rozaba lo cómico. Así que al final rellené un informe y dejé que otros tomaran las decisiones pertinentes. No es mi cometido juzgar los hechos.
El autobús pudo continuar su marcha unos veinte minutos después y yo acompañé al supuesto ladrón y al pasajero agredido al hospital para que los viera un médico.