En la inmensidad del mar no hay mosquitos. Ni avispas con aguijones punzantes dispuestas a picarte por un pedacito de tu comida. No encontrarás ninguno de esos molestos insectos que puedan hacerte daño.
Pienso en ello mientras observo ausente el inmenso disco de agua que rodea este barco. Me pregunto cuántos metros nos separan del fondo marino, y cuántos animales estarían dispuestos a hacernos daño bajo esas aguas. Desde esta altura, si cayera ahora mismo al agua, probablemente me rompería los huesos y terminaría ahogándome. Mi cuerpo se hincharía y sería devorado, bocado a bocado, por infinidad de pequeños peces que, en otro lugar y en otro momento, resultarían completamente inofensivos. Y, en el mejor de los casos, si lograse sobrevivir, mis músculos sucumbirían mucho antes de poder alcanzar nadando cualquier pedazo de tierra.
Pero desde la seguridad de esta mole flotante no parece que nada pueda hacernos daño. Y aún así, me siento inseguro, tengo miedo. Miedo de bombas. Miedo de terroristas armados. Miedo de fanáticos religiosos. Miedo de incendios. Miedo de muerte provocada.
Incluso fantaseo, llegada la ocasión, con la posibilidad de enfrentarme a ellos, a los terroristas armados hasta los dientes. Me imagino poniendo a salvo a mi familia. Buscando el punto débil de los agresores. Qué ingenuo. Plantar cara a personas que seguramente hayan sido formadas durante meses para enviar este barco al fondo del mar. Escudriño las caras de todos los que me acompañan, hallo indicios de maldad en cada mirada, me confieso conspiranoico. Cualquier extraño movimiento del barco es recibido por mi cuerpo con un sobresalto. Inspiro. Busco. Expiro. Rebusco. Tiemblo. Una y otra vez. Me mareo. Veo avispas por todas partes.
Tengo miedo, pero seguramente no haya motivos. No los hay. Cinco océanos, centenares de puertos, decenas de barcos, miles de personas por barco… ¿Por qué alguien habría de fijarse en éste, justo este mismo día? Miedo absurdo, alimentado por unas noticias veraniegas que no saben de qué hablar y que transmiten la idea de que cualquier cosa, sobre todo las malas, podrían ocurrirte en cualquier momento.
Entonces pienso en un miedo real. Embarcar en una pequeña lancha sin gasolina rodeado de centenares de personas apretujadas que, como tú, no saben nadar. Acostar cada día a tus hijos bajo la amenaza de que una bomba les suma en el sueño infinito. Saberse rodeado de guerra y muerte. Ruido de muros resquebrajándose. El sabor de la sangre en tus labios. Comprender que no puedes hacer nada para poner a salvo a los tuyos, que sólo la suerte les protege.
Y entonces, me avergüenzo de mi propio miedo y lo mando al fondo del mar.
Un comentario en “En el mar…”