Desde que se marchó no hablábamos. Pero a cambio recibía de su parte una fotografía cada sábado, puntual, en mi móvil. Ningún texto que la acompañara, ni pie de foto, ni nada que explicara el porqué de aquella persistente entrega. Muy propio de él, hombre de pocas palabras y gestos profundos.
La fotografía era siempre la misma, capturada a la misma hora, realizada desde el viejo puente que unía las dos caras de la nueva ciudad donde vivía, que se reflejaban, como en un cuadro de Monet, en el curso silencioso de un río. Como una de esas postales vacacionales en las que presuponemos a un emisor feliz y distraído. Pero en este caso la persona que las enviaba no estaba de vacaciones y su mensaje no parecía estar siempre envuelto en ese halo de felicidad.
En las fotos cambiaba la luz que, dependiendo de la época del año o incluso del caprichoso devenir meteorológico, imprimía en el río y en los edificios colindantes matices diversos que provocaban en el espectador una extraña sensación de estar presenciando una escena distinta cada vez.
Pero no era así, él las enviaba cada sábado, desde el mismo punto del puente. Llegué a imaginar que aquella luz era el reflejo de su propio estado de humor. Le imaginaba deteniéndose cada sábado, interrumpiendo por unos instantes su paseo matinal, para dejar constancia de su sentir en el latir de nuestros móviles.
Sé que no era el único al que se las enviaba. Quizás fuera por el desconcierto que me causaban o por la falta de cosas que contarle, pero el caso es que nunca le respondí, salvo, tal vez, la primera o segunda ocasión en que las recibí. Cuando las personas se alejan, se pierden algunas conexiones. No sabía qué decirle. Desconozco qué respuesta tuvieron otros, aunque sospecho que no diferían mucho de la mía.
Un día dejé de recibirlas, sin más. Al principio no me di cuenta de ello. Sería tras la correspondiente revisión de fotos para liberar de espacio mi teléfono cuando caí en la cuenta. Su lugar, el que compartíamos a través de la red, estaba vacío desde hacía semanas. Supuse que algo le había hecho detener su actividad, tal vez una inoportuna enfermedad o sólo la falta de respuesta, cualquiera sabe. ¿Tienen sentido nuestras acciones cuando son invisibles? ¿Somos algo en el silencio? De repente, un terrible remordimiento me invadió. Mi falta de respuesta, ahora lo comprendía, era imperdonable. Aunque sólo fuera un gesto, una palabra, habría dado validez a sus actos. Pero me engañé a mí mismo pensando que otros lo habrían hecho por mí y di por zanjado el asunto.
Dos años después recibí un pequeño libro, firmado por él. No me extrañó, dada su afición a la escritura. El título rezaba «Postales desde la amistad». Me apresuré a ojear su interior. El libro estaba dividido en cuatro partes, haciéndolo coincidir, supongo, con las cuatro estaciones, aunque no lo detallaba. En cada página una imagen conquistaba la mitad superior de la cuartilla, bajo un título que poco tenía que ver con ésta. Imágenes de una ciudad soleada, brillante, oscura, nebulosa, nevada, vital, vacía, fría, amarilla, gris, húmeda, polvorienta… En la mitad inferior un poema o un texto breve que bien pareciera completar el silencio que en su día invadía la imagen en cada envío. En todos ellos expresaba en parte su estado de ánimo, las vicisitudes de empezar una nueva vida en un lugar ajeno y cosas por el estilo. Y un poco más abajo, en el pie de página, siempre había un hueco para las respuestas de los amigos a los que había ido haciendo sus periódicos envíos. Vacíos en la mayor parte de los casos, salvo algún que otro mensaje sin demasiada emotividad en las dos o tres primeras imágenes de verano.
Aunque en ningún momento nos pedía cuentas, pues no era su estilo, sentí vergüenza y estuve a punto de escribirle en aquel mismo instante, pero no tuve el valor para hacerlo. ¿Qué decirle a alguien al que has fallado durante tanto tiempo? Así que contesté de la misma forma en la que lo había hecho siempre: con silencio.
Un año después recibí otro mensaje desde su móvil, la misma imagen de siempre. Me alegró mucho volver a recibirla, porque había en ella, en su luz, en la calidez de sus sombras, un rumor de perdón, o al menos así quería verlo yo. Desterrado el posible rencor, me encontré con más fuerzas para enfrentarme a una contestación, a remover las entrañas de nuestra amistad a pesar de saberme traidor. Pensé en disculparme por mi silencio, por mi cobardía, por una desidia que no tiene cabida en una buena amistad. Pero no tuve tiempo para hacerlo. Una novedad en forma de mensaje de texto acompañaba unos segundos después a la imagen.
Decía así: «Esta fue la última foto que tomó, unos días antes de fallecer. Se empeñó en que os la enviase una vez se hubiera marchado«. El mensaje, supuse, estaba escrito por su mujer y había atravesado como una daga mi pecho. Quedé paralizado, aunque no del todo sorprendido.
Entonces vi que, por vez primera, la foto venía con un texto como pie: «El silencio que nos une luce en plenitud hoy«. Al leerlo, respiré aliviado, agradecido por formar parte de su cadena de silencios y pensé que, en el fondo, él jamás esperó nuestra respuesta.