Era indignante, la verdad. Siempre había acudido allí porque aún mantenían personal para atenderte, pero desde que el resto de servicios decidieron poner aquellos malditos cajeros expendedores fue sólo una cuestión de tiempo. Hacía frío y era de noche, la calle estaba vacía, salvo por algún coche despistado que acudía también a servirse.
Introduje de mala gana la tarjeta en la ranura y esperé a que la máquina me realizara las preguntas pertinentes. Un tiempo que dediqué a estornudar y a preguntarme cómo habíamos podido llegar tan lejos. Las calles se llenaban cada fin de semana de protestas por la falta de trabajo, y sin embargo, nos habíamos ido dejando convencer por pura comodidad. Es cierto que lo del cajero era mucho más rápido, y a veces incluso más efectivo que el propio personal, pero… el trato humano siempre me pareció imprescindible.

La pantalla inició la lectura de la tarjeta y un mensaje de cortesía hizo su aparición. Después inició la habitual batería de preguntas encaminadas a determinar mi necesidad. La verdad es que, al menos en mi caso, y me atrevería a decir que en el de la mayoría, la presencia de una persona era más que prescindible. Yo no necesitaba a nadie para confirmar mi estado. Había llegado allí en muy malas condiciones y necesitaba algo que me proporcionara una buena inyección de gasolina para llegar al final de la semana. Otra cosa muy distinta son los casos de mayor gravedad, o esos en los que la persona no tiene muy claras sus necesidades. Ahí ya me callo, porque las máquinas no pueden predecir que luego vayas a quedarte tirado a la vuelta de la esquina. Como dice mi madre, mejor prevenir… Y es precisamente para estas situaciones para las que debería de estar presente siempre alguien que pudiera ayudarte y recomendarte lo mejor para ti.
Siempre pasaba lo mismo, la pantalla no tenía la misma sensibilidad en unas zonas que en otras, quizás debido a la constante exposición al sol, y ahora no era capaz de confirmar el maldito pago. “Confirmar… Confirmar… ¡Maldita sea! ¡Confirma ya, que quiero volver a casa de una vez a meterme en la cama! ¡Ah, ya, por fin!”. El cajero respondió al fin y pude retirar la tarjeta bancaria. Un par de segundos más tarde apareció una pequeña cajita debajo del teclado, por un hueco destinado a abastecer los productos a los clientes. Además solía venir acompañado con un pequeño ticket del pago en el que se incorporaban algunos datos de interés para el cliente:
“Aquí tiene su medicamento. Diagnóstico: posible resfriado. Pago: 15’35 €. Que se mejore.”
“Gracias”. Respondí instintivamente a la máquina retirando la caja de pastillas.