Me sigue emocionando ver cómo cada tarde y de forma puntual tanta gente sale a los balcones a aplaudir a las personas que están cuidando de nosotros estos días. Personas que, por otra parte, y como tanto se ha reiterado en estos días, se enfrentan a su tarea diaria desde la precariedad que la crisis del 2008 les dejó como “regalo”, con la excusa (enarbolada por algunos) de que no eran sectores “productivos”. Personas que, no olvidemos, no sólo nos cuidan, sino que arriesgan sus vidas cada día. Porque, aunque muchas de ellas sean personas jóvenes y fuertes, ya estamos viendo muchos casos de quienes, contra todo pronóstico, mueren a causa del virus. Personas que han aceptado, de mejor o peor forma, el papel que les ha tocado vivir en esta crisis. Y que además lo hacen enfrentándose a los mismos miedos que todos: su salud y la de sus familias, la situación económica que nos quedará tras este duro golpe, ¿cómo nos cambiará esto como sociedad?, ¿cómo lo vivirán nuestros hijos?, el abastecimiento diario en una situación de confinamiento sin precedentes, la seguridad de los suyos…
Entiendo, aunque no comparto porque no deja de parecerme un tanto primitivo, que en situaciones tan dramáticas como ésta, el grupo social acepte con dolor, pero como un sacrificio necesario para que el sistema pueda mantenerse y que no caigamos todos, el sobreesfuerzo y, en algunas ocasiones, las pérdidas materiales e incluso humanas de una minoría. Pero lo que no puedo comprender es que éstas recaigan siempre sobre el eslabón más débil, porque entonces no estamos hablando de una sociedad justa que pueda pedirle esfuerzos a sus ciudadanos y seguir pidiéndoles el voto y sus impuestos después.
En el año 2008 sufrimos la crisis económica devastadora. Una crisis que afectó a la mayor parte del mundo occidental. En aquel momento miles de familias en nuestro país perdieron su sustento y se vieron abocadas a situaciones muy dramáticas. Despidos masivos, desahucios, precarización laboral, cierre de pequeñas empresas… Todo ello trajo consecuencias nefastas (pobreza, hambre e incluso suicidios) para una población que vio cómo el Estado, lejos de apoyarles y buscar la manera de defenderles, les escupió a la cara. Desde el centro de Europa se construyó entonces el discurso de que vivíamos por encima de nuestras posibilidades, de que éramos unos vagos y que nos lo merecíamos. La excusa perfecta, que nuestro propio gobierno compró, para no destinar los recursos necesarios de cara a ayudar a tantas personas que lo pasaron mal en aquella época. Y no sólo demonizó a estas personas, sino a todos aquellos que trataron de defender sus causas: mareas (entre ellas también la de la sanidad pública), sindicatos, manifestantes independientes, Plataformas ciudadanas (entre ellas la que trataba de parar los Desahucios, la PAH)… Aún tendremos en mente la represión de algunas manifestaciones que tan incómodas nos parecieron entonces, o los juicios que llevaron a muchas personas a la cárcel y que aún continúan.
Hoy, doce años después, una crisis sanitaria nos afecta a todos, aunque no por igual, porque recordemos que no es lo mismo enfrentarse a esta crisis en una vivienda digna o en una habitación alquilada; con ingresos, que sin ellos; en un barrio pobre, que en uno rico… Y en esta crisis estamos viendo a países que siguen viendo las cosas desde el mismo prisma: es necesario el sacrificio de unos pocos para que el sistema siga funcionando (es decir, el motor económico) y no nos afecte a todos. O dicho de otro modo: es inevitable que unos mueran para que otros vivan, es inevitable que, una vez más, los más débiles sufran sobre sus espaldas los costes económicos de esta crisis.
No estoy de acuerdo con este principio. Pienso que todas las vidas merecen nuestro esfuerzo y que, si de verdad nos creemos que esta crisis la superamos todos y todas juntas, esta vez deberíamos garantizar la compensación de todos aquellos que se están exponiendo más que el resto y minimizar, en la medida de lo posible, el impacto sobre los más débiles, sobre los que ya han sufrido mucho con la crisis del 2008. Y aquí no sólo hablo de los sanitarios, sino de reponedores, repartidores, productores, cajeras y cajeros, personal de limpieza, cuidadoras (que, por cierto, todas las que veo son mujeres, y de esto no hablan aquellos que niegan la desigualdad entre hombres y mujeres), responsables de seguridad… Y me refiero a que, pasada la crisis, obtengan no sólo nuestro respeto, sino que éste se traduzca en una mejora de sus condiciones salariales y vitales. Porque lo que no tiene ningún sentido es que un repartidor de paquetería no pueda llegar a fin de mes y al mismo tiempo siga jugándose la vida en la calle para satisfacer nuestras necesidades (o no tan necesarias).
Y, por el mismo motivo, les debemos una disculpa a todas esas personas que se sacrificaron en la anterior crisis y que aún están pagando las consecuencias. Y de la misma manera que hoy salimos a aplaudir a los sanitarios o pedimos coronabonos para todos aquellos que desgraciadamente van a sufrir las consecuencias económicas de lo que pase de ahora en adelante, deberíamos agradecer y compensar a todos aquellos que se sacrificaron por el resto con la crisis del 2008. Y pienso que gran parte de este agradecimiento en forma de ayudas económicas se le debería exigir a las entidades bancarias, las mismas a las que les importó muy poco desahuciar a las familias que perdieron sus empleos y no podían pagar sus hipotecas bajo el vil pretexto de “es el mercado, amigo”. Son los bancos, y por ende, los intereses económicos de buena parte de Europa central, los que ahora tienen que ofrecernos sus espaldas y sacrificarse por el bien común para que el sistema no se caiga y nos arrastre a todos. Y no digo con ello que deban poner el dinero directamente, pero al menos deberían aplazar los pagos a autónomos y Pymes para que puedan afrontar esta dura crisis y seguir pagando a sus empleados.
En su día no fuimos capaces de verlo, nos resignamos como sociedad, pero aún estamos a tiempo. Y creo que valdría la pena aprender al menos esta lección en esta nueva crisis. Para ser solidarios y pedirlo, honestamente, les debemos una disculpa.
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