El precio de la vacuna

Hoy leía, al mismo tiempo que contemplamos las innumerables barbaridades que circulan por la red responsabilizando directamente al gobierno de las muertes por coronavirus y exigiendo medidas más severas, un increíble artículo de Byung-Chul Han, llamado «La emergencia viral y el mundo de mañana«. El filósofo surcoreano afincado en Alemania repasa los motivos por los que Corea o China, entre otros, han conseguido, gracias a una sociedad hipercontrolada a través del big data, superar con mayor éxito la crisis del coronavirus. Aún recuerdo los comentarios de muchos de nosotros, medio en broma medio en serio, señalando directamente al gobierno de Trump (o más bien a su administración) como el ideólogo tras el virus para socavar la economía de su principal competidor. Un par de meses después asistimos a una realidad que desmiente radicalmente aquellas conjeturas de “barra de bar”. Puede que los chinos hayan visto reducido su producto interior bruto en estos meses, pero nada comparado con lo que va a suceder en el resto del mundo. Es de suponer que Estados Unidos, con un sistema sanitario completamente privatizado, no va a ser inmune a este virus. No soy economista y no tengo ni la menor idea de macropolítica, pero a poco que analices la cuestión, da la impresión de que, al contrario de lo que parecía, van a salir ampliamente reforzados de esta crisis global. Y, para colmo, y al más puro estilo Amancio Ortega (o tal vez sea al revés), han puesto en marcha toda una maquinaria de propaganda, con la donación de miles de mascarillas y apoyo de médicos y científicos chinos, que no va a hacer otra cosa que aumentar por parte de buena parte de la población las simpatías hacia este país y, sobre todo, hacia sus métodos. Somos así, solemos mirar el dedo. Esto mismo, lo de donar mascarillas, lo ha hecho también Louis Vuitton en Francia o el dueño de una famosa marca de venta de productos online (gracias a la inestimable ayuda, eso sí, de nuestro rey), y todo me parece lo mismo: si en la noticia nombran al empresario o a su marca, no es solidaridad, es marketing. De hecho, si buceáis un poco en la web comprobaréis cómo algunos medios favorecen la buena prensa de determinados personajes públicos mediante artículos que más bien parecieran anuncios, como es el caso del susodicho empresario español. Y, sin embargo, si lo anuncian como acto heroico o solidario de un determinado estado o nacionalidad, es simplemente propaganda, que viene a ser más o menos lo mismo. También sucede al contrario cuando se quiere incitar a la xenofobia.

Mientras las mascarillas se han convertido en la moneda de cambio de la propaganda y el marketing de la responsabilidad social corporativa de algunas empresas, se extiende tan rápido como el virus la idea de que en China “saben cómo se deben hacer bien las cosas”. Y parece que sucede lo mismo con otros estados asiáticos de mentalidad autoritaria, en la que su población está más acostumbrada a acatar las decisiones de sus gobiernos sin demasiados cuestionamientos.

En una sociedad atada por el miedo, no será difícil dirigir a la población hacia una nueva visión del mundo mucho más controladora, eliminando con ella nuestras libertades en favor de un supuesto “fin común”, pero sin alterar demasiado nuestra percepción de libre albedrío. Y no será difícil hacerlo. Tan sólo tenemos que fijarnos un poco en nuestros vecinos asiáticos. Lo que hasta ahora nos parecía un derecho fundamental de nuestras democracias occidentales, la protección de datos, será ofrecida diligentemente a nuestros gobiernos y con ello, a las empresas que la gestionen, con la excusa de la seguridad. Y encima lo haremos agradecidos. Ya estamos escuchando voces que claman por una mayor represión en este sentido y que cada día que pase usarán megáfonos más potentes para convencernos de que la protección de datos no es más que un estorbo para nuestra propia seguridad. La semana pasada ya lo comentaba con mi pareja. Es fácil controlar, mediante la tecnología, las constantes vitales de cualquier persona, siempre y cuando el usuario de dicha tecnología acepte “las políticas de seguridad”. Y ya sabemos lo que solemos hacer con ese tipo de mensajes, y mucho más si es por nuestro supuesto bien. No sabía entonces que ya existen cámaras de videovigilancia instaladas en estaciones de tren o metro de ciudades asiáticas que pueden detectar inmediatamente la temperatura de uno de sus pasajeros y dar la voz de alarma a las autoridades. De hecho, es estos lugares no hay rincón que no actualmente no esté vigilado, tal y como comenta Byung-Chul Han en su artículo.

Asistimos también estos días a una extraña actitud entre los ciudadanos más “responsables”, con la que se incomoda de muchas maneras (gritos, insultos e incluso amenazas) a las personas que se saltan las restricciones. En estos tiempos, hechos que antes resultaban inocuos, como lo son disponer de un pequeño patio para disfrutar de un poco de aire libre o sacar a pasear a nuestra mascota a la calle una vez al día, se han convertido en un agravio comparativo digno de la envidia y las malas miradas de tus vecinos. Me acuerdo en estos momentos de mis padres, que gracias a años y años de duro trabajo consiguieron, ya muy mayores, comprarse su soñada “casita en el pueblo”. En estos días he visto comentarios en las redes de mucha gente que señalaba con el dedo a aquellos que han optado por marcharse a su segunda vivienda, como si el mismo hecho de tenerla (no apruebo yo la actitud de saltarse la cuarentena, que es claramente irresponsable) fuera ya de por sí un crimen. Como sucedió al inicio del confinamiento con los vecinos que quemaron un puñado de neumáticos para cortar la carretera de una ciudad playera para impedir el acceso a propietarios de sus segundas viviendas, en lo que no creo que fuera un ejercicio de responsabilidad, sino más bien de miedo hacia el contagio. Como educador, todas estas actitudes me recuerdan mucho a ese mal que tanto nos esforzamos en denunciar que se llama acoso escolar. Y no comprendemos que esta actitud suele ser una reacción colectiva hacia lo diferente, hacia lo que no cumple con la norma. Una reacción que en un principio puede ser positiva para proteger a cualquier grupo social, pero que exige una mayor reflexión, porque puede llegar a provocar algunas situaciones tan injustas como la que hoy mismo leía también en redes, en la que a una señora la habían increpado desde los balcones por “pasear” en la calle, cuando en realidad, se veía forzada a salir de su zona segura cada día para limpiar las casas de otros.

No se cansan de decirnos que vendrán semanas difíciles, que estamos en guerra. Y no lo dudo. Más confinamiento, cierre de empresas, despidos, injusticias sociales… Y todo ello unido a uno de los dramas sociales de los que menos se está hablando: la muerte en soledad de nuestros mayores (y no tan mayores). Unas pérdidas que no pueden medirse mediante índices bursátiles y que nos van a dejar un poso profundo de amargura y una larga sensación de culpabilidad de las que puede que no nos desprendamos nunca.

Cuando perdamos nuestros ingresos, cuando perdamos a nuestros seres queridos sin poder abrazarlos y despedirnos de ellos, cuando los que más tienen tensen sus cuerdas para no perder su estatus… será el momento de aceptar el precio de la “vacuna”. Una vacuna que no vendrá en jeringa, que no será una solución líquida para fortalecer nuestro sistema inmunitario. Porque el miedo a una nueva peste no acabará con el coronavirus. El miedo ha venido para instalarse en nuestras vidas, tal y como sucedió con el terrorismo. Y la vacuna ya está en marcha y la tienen en su poder los estados más autoritarios del planeta. Se llama control absoluto del big data en favor de nuestra propia protección. E implica la pérdida total del dominio sobre nuestros propios datos a manos de empresas que tendrían la legitimidad para cruzarlos con el Estado y viceversa. Lo más parecido a lo que en su día ya vino a llamarse panóptico desde la concepción arquitectónica de las cárceles, en las que la propia estructura invitaba a pensar a los propios presos que eran constantemente vigilados, pero llevado al resto de la población desde la propia tecnología que debería servirnos como una herramienta útil y no como un instrumento de control. Todo esto puede parecer una exageración o ciencia ficción, pero no hay más que leer el artículo del filósofo surcoreano para comprender los efectos negativos que pueden derivarse de un mal uso de este tipo de información, sobre todo en una sociedad secuestrada por el miedo.

Sin embargo, hay otro espejo en el que sí deberíamos mirarnos cuando dirijamos nuestra esperanza hacia Asia, y no es precisamente el del sometimiento. Es el espejo que nos devuelve la imagen del valor de la comunidad, de la responsabilidad colectiva en íntima conexión con la individual. Hemos crecido en una sociedad individualista, garante de las libertades más antropocéntricas, en la que todo tiene un precio si me puedo permitir pagarlo, incluso la destrucción del planeta en el que vivimos. Una sociedad en la que se ha debilitado lo público en favor de lo privado por el simple hecho de que era más caro, precarizando en el camino los empleos de aquellos que hoy tienen que cuidar de todos. Y en esta sociedad cuesta mucho aceptar que lo que le pase a mi vecino de al lado pueda incidir en mi salud, que no hay dinero en el mundo que me permita pagar mascarillas cuando éstas se han acabado. En esta sociedad parece mucho más fácil aceptar que nos arrebaten la libertad y nos roben el futuro y el de nuestros hij@s (si hablamos del cuidado del planeta) a que nos quiten el dinero. Sin embargo, en esas sociedades en las que se ha empezado a vencer al virus, por el contrario que aquí, actúan como pequeñas células de un organismo mayor, en el que todo el mundo es parte responsable del bienestar de la comunidad. Pero lo hacen, no nos olvidemos, desde una relación vertical y autoritaria hacia el Estado.

Y, dicho todo esto, me surgen varias preguntas: ¿seremos capaces de actuar de la misma manera, protegiendo nuestras “sociedades libres”, desde el ejercicio de nuestra propia responsabilidad? ¿Seremos capaces de aprender algo positivo de todo esto o simplemente nos adaptaremos a una nueva situación a costa de nuestras libertades? ¿Haremos caso de una vez a los científicos y comprenderemos que lo que ha provocado este virus no será nada comparado con el colapso que el cambio climático puede producir en nuestra civilización? Espero y deseo que sí. Por eso hay que estar preparados, desde ya, para negarnos a aceptar que estamos en guerra y que esto se cure con disciplina y autoritarismo, como aseguran algunos. Esto sólo se puede curar con ciencia, responsabilidad y humanidad. Hoy, más que nunca, debemos estar presentes, de la forma en la que podamos, en las vidas de las personas a las que queremos. Sin vigilancias. Tenemos que negarnos a aceptar que este confinamiento se pueda llegar a convertir en nuestro futuro. Quedémonos en casa, pero por responsabilidad colectiva, por humanidad, por el bien común. No permitamos que nos obliguen a hacerlo. Ni ahora, ni en el futuro.

Fuente imagen: cuidateplus.marca.com


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