- Caperucita, cariño, tú que eres una de esas que llaman nativas digitales, ¿podrías comprarle por Internet unas entradas de cine a tu abuelita? Yo es que no sé muy bien cómo hacerlo y no tengo tiempo ahora para ponerme a aprender. Tengo que ir al trabajo, hacer la compra, limpiar la casa, forrarte los libros, hacer la comida…
- Claro, mamá, ¡yo lo hago!
- Gracias, mi amor. Aquí te dejo mi número de tarjeta para que puedas pagar las entradas.
- ¡Muy bien, mamá!
- Pero recuerda: no entres en ninguna otra página que no sea la del cine.
- Vale, mamá…
- ¡Ah! ¡Y ten cuidado con los datos de la tarjeta! ¡No los uses para nada más! ¡Que siempre hay quien querrá robártelos!
- ¡Pues claro, mamá! ¿Cómo iba yo a hacer eso?
- ¿Te sabes el email de la abuelita? Tendrás que ponerlo para que le envíen las entradas a su teléfono.
- Sí, mamá, lo tengo en mi móvil…
- ¿Estás segura de que sabrás hacerlo?
- Por supuesto, mamá…
- Gracias, cariño, entonces me voy, que tengo mucha tarea hoy.
- Vete tranquila, mamá, que yo me ocupo.
Caperucita se colocó frente al ordenador y abrió el navegador. Un bosque de posibilidades se abrió ante ella. Podía percibirlo a ambos lados de la senda segura que era la página del buscador que le llevaría hasta la página web del cine. Sólo tenía que escribir el nombre y pinchar con el cursor del ratón en el enlace que le conduciría a las entradas de la abuelita. Y una vez allí, únicamente sería necesario llamar a la puerta de la sala de la película deseada, seguir los pasos de la pasarela de pago y comprar las entradas. Pero las cosas no salieron como esperaba.
El buscador le devolvió una infinidad de páginas con las que no sabía muy bien qué hacer. Era difícil decidirse ante tal encrucijada. Pinchó en el primer enlace y un extraño espacio, como si de un siniestro lugar repleto de maleza en el bosque se tratara, se abrió ante ella. Mensajes de mujeres desnudas y miembros viriles parpadeantes llamaban su atención cual luces de neón. Comprendió entonces que se había equivocado, pero el primer rasguño ya se había producido. Una zarza punzante se había cruzado en su camino. No era gran cosa, pero la huella indeleble del miedo había dejado ya su señal.
Se colocó su capucha roja, en señal de protección, y desanduvo sus pasos lo más rápido que pudo, regresando al punto de partida. Esta vez se tomó algo más de tiempo para decidirse y pudo comprobar que la página anterior, en realidad, era un anuncio que se había colado, seguramente a costa de talonario, por delante de la verdadera web del cine. Mantuvo la ruta firme, recordando no salirse del sendero original, tal y como le había recomendado su madre. Y navegando navegando encontró el cine. Con paso ágil avanzó hasta la película deseada y eligió las entradas. Pagar con tarjeta tampoco supuso un gran problema. Por un momento creyó sentir un colmillo de lobo en forma de ventana emergente, pero se trataba de una falsa alarma. Todo estaba en calma. Ni una dentellada. Ni un simple rasguño. Añadió el email de la abuela y ¡listo!
Y cuando estaba a punto de apagar el ordenador y ponerse a buen recaudo lo vio. No, al lobo no. Aquel precioso suéter estampado con la imagen de sus dibujos favoritos estaba ahí, a un ladito, junto al anuncio de palomitas, recién seleccionado a medida para ella por el famoso algoritmo. Tampoco iba a hacer daño a nadie que lo viera un poco más de cerca, sólo unos segundos, para hacerse una idea de cuánto costaba. Abriría una pestaña a parte, como le habían enseñado en la escuela, y si se encontraba con algún problema, tan sólo tendría que cerrarla de sopetón. ¡Únicamente eran 30 euritos de nada! Tenía ahorrados mucho más, lo podía pagar directamente de su hucha. Y, al fin y al cabo, mamá le había dicho el mes pasado que tendrían que comprarle ropa nueva, “que siempre iba echa un desastre”. Pero claro, en Internet no se puede pagar con monedas, así que tendría que hacerlo con la tarjeta de mamá. Pagar en Internet era rápido, fácil y seguro, tal y como ella misma había podido comprobar con las entradas del cine. No se enfadaría si le daba el dinero después, estaba casi segura de ello. Y como si de un corderito en busca del lobo fuera, Caperucita pinchó en la imagen con el botón derecho del ratón. Y esta vez sí… allí, oculto entre las sombras, estaba el lobo, dispuesto a hackear todo tipo de tarjetas y datos bancarios.
- ¿Dónde vas, Caperucita?
- ¿Cómo sabes mi nombre?
- Es el algoritmo, que todo lo sabe.
- Ah, claro.
- ¿Y dónde vas?
- Bueno, en realidad, iba a comprarle unas entradas a mi abuelita…
- A ver, ¿me enseñas la cestita…?
- Mi madre me ha dicho que no se la enseñe a nadie…
- Ya, es normal, pero yo no soy nadie… ¿Quieres el suéter?
- Hmmm… sí, claro, es precioso.
- Pues no queda otra que me enseñarme la cestita…
Y así, pasito a pasito, el lobo convenció a Caperucita.
- Vente conmigo un momento, que voy a por el suéter.
La niña le siguió por el bosque. El lobo le mostró territorios inexplorados, páginas maravillosas con extrañas palabras escritas en árboles digitales. Todo cuanto leía le sonaba a sombras, pero envueltas en papel celofán de color rojo. Y atravesaron el bosque de árbol en árbol, cruzando senderos, adentrándose en lo oscuro. Un vasto mundo donde perderse.
Para cuando llegó la mamá no quedaban ni los huesos de la niña. Caperucita era otra y allí no había leñador que la sacara de las entrañas de la bestia.
- Mamá, mamá, ¿sabías que el coronavirus es mentira? ¿Y que la Tierra es plana? ¿Y que en realidad somos extraterrestres…? -dijo excitada.
- ¿De verdad? -contestó la mamá fascinada mientras el lobo engullía a las dos.
